martes, 6 de julio de 2010

La Gran Vía


Recuerdo mi primer contacto con la Gran Vía, con dieciséis años empecé a trabajar de botones en una academia de inglés, estaba regentada por argentinos en la vecina calle de San Bernardo, pero mantenían un local en la esquina de la avenida de Jose Antonio, como aún se llamaba por aquel entonces, la mantenían sencillamente porque vestía mucho por todo el mundo tener las oficinas centrales en esta calle, supongo que sería como tener una agencia de detectives en Baker Street de Londres.

Esta gente fue la que me hizo saber que bajo el patriótico nombre de la avenida de Jose Antonio se escondía el más pomposo y prosaico de Gran Vía y la verdad es que rápidamente empecé a comprender porqué era el mejor nombre que se le podía poner a esta calle.

En cada esquina había un minibar de comida rápida antes que se implantaran las hamburgueserías y pizzerías que ahora predominan, en estos pequeños figones sólo había un plato en el menú: perritos calientes y sólo dos salsas: tomate y mostaza, ¿para qué complicarse la vida?

Recuerdo sobre todo los Sótanos, la boca del averno de Dante debía ser algo parecido, varios niveles de locales a mi paso se abrían, la afamada y añorada casa de discos te llamaba para que te introdujeras en el no va más de los discos de vinilo de todos los artistas del mundo y más abajo el submundo de los billares y juegos recreativos, antro de perdición donde los haya, jamás declaré a mis padres que alguna vez frecuenté aquel lugar.

Y los cines… que decir de los cines, increíbles carteles, grandes como campos de fútbol, siempre imaginaba que cuando los cambiaban, cortarían el tráfico rodado y peatonal y alguna gigantesca grúa se encargaría de cambiarlos. Dentro del cine un mundo irreal de dorados oropeles, arañas palaciegas y enormes pantallas de proyección te llevaban a soñar y a viajar por los mundos de mil películas de riguroso estreno.

Las cafeterías eran realmente señoriales, para un chico de extrarradio, el que un camarero te atendiese vestido de chaqueta blanca y pajarita negra, era sentirse en el mismísimo Hotel Riviera, por supuesto que iba siempre que me invitaban, el sueldo de un botones en 1976 no daba para tanto.

Era en fin, el lugar donde encontrarte con todo el mundo, si hacía mucho tiempo que no veías a una persona, el sitio mas lógico para encontrarla era en la mismísima Gran Vía.

Ahora me cuesta pasear por ella, treinta y cuatro años después, es otra calle, no sé si mejor o peor, es lo bueno que tiene, va mutando maleada por el tiempo, pero por siempre no hay ninguna calle en el mundo como la Gran Vía.



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