miércoles, 7 de julio de 2010

Elegía

El ángel de la muerte fue a visitarle, apareció de repente, vino de la nada, cruzó el portal de otro tiempo y otra dimensión, con una frazada deshilachada a modo de vestimenta que apenas tapaba sus doce alas, en su mano derecha empuñaba su espada, ni el más fuerte de los mortales hubiera podido levantarla un palmo del suelo, a pesar de todo nunca tuvo que utilizarla para herir a nadie con ella, su uso era más sutil que eso.

La futura viuda y los deudos se apelotonaban en la antesala de la habitación del hospital, todos resaltaban sus hechos pretéritos con la complacencia de evocar grandes hazañas de un guerrero urbano, buen esposo y padre y portentoso contertuliano de mil y una batallas dialécticas sobre el verde tapete en la mesa del bar en interminables partidas de mus.

El agonizaba dulcemente, la enfermedad le atacó vilmente, con un hachazo terrible que le destrozó los sentidos, alejándole del dolor y de la sensación agridulce que perciben los que la vida se les pierde por los poros de la piel, apenas en su delgado cuerpo quedaba el ánima que aun se aferraba a su corazón.

Azrael se encaminó directamente al cabecero de la cama, pasando a través de los cables de los aparatos que pugnaban por mantener las constantes activas, no tuvo compasión, pues ese era su cometido, el reloj se había parado ya, levantó su espada y una bermeja gota de sangre se deslizó por su filo introduciéndose en su boca, apenas hubo paladeado su acre sabor, expiró.

El ángel se volvió y reemprendió el camino hacia el vórtice de donde vino, llevando consigo el alma del finado, al ver que esta misión terminaba en el cielo, una leve sonrisa se dibujó en su rostro.

† Helmut Pohl In Memoriam


 

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